A veces no necesitas respuestas. Solo que alguien te escuche de verdad.
Vivimos resolviendo lo urgente, contestando “todo bien” por reflejo, apagando incendios internos sin mirar de dónde vienen. Y un día, el cuerpo, la mente o el alma se detienen. Te dicen que algo no encaja. Que estás viviendo, sí, pero en piloto automático.
A mí me pasó. Y fue el coaching lo que me hizo pausar y mirar hacia adentro, sin apuro y sin juicio.
Cuando no sabes qué te pasa, pero sientes que algo duele
No era tristeza, ni rabia, ni miedo. Era una mezcla muda de todo eso. Un cansancio emocional que no sabía cómo nombrar. Fue entonces que me acerqué al coaching, buscando claridad… sin saber exactamente qué quería entender.
Y no encontré respuestas. Encontré preguntas. Poderosas. Incómodas. Esas que te obligan a dejar de escapar de ti mismo.
El espejo más honesto
En ese proceso descubrí algo que no esperaba: muchas de mis decisiones estaban guiadas por miedos invisibles. El miedo a no estar a la altura. A decepcionar. A no merecer.
No necesitaba cambiar quién era. Solo aprender a mirar con otros ojos. El coaching me ofreció ese reflejo: uno donde pude reconocerme, no desde lo que faltaba, sino desde lo que ya estaba en mí y no había querido ver.
Aprender a estar conmigo
El mayor regalo del coaching fue reencontrarme con mi propia voz. Con esa parte de mí que sabía lo que necesitaba, pero que había estado en silencio mucho tiempo.
Y descubrí que el crecimiento no siempre se siente como un logro. A veces, se siente como una herida que por fin empieza a cerrar.
Volver a elegirme
Hoy entiendo que el bienestar no se trata de estar siempre bien. Se trata de estar presente. De atreverte a habitar tus preguntas. De darte la oportunidad de construir una relación más compasiva contigo.
Porque al final, el mayor cambio no fue afuera. Fue adentro.